Aunque requiera un esfuerzo memorístico importante, encontrar al Stade Brestois en la Ligue 1 era algo común entre finales de los setenta y comienzos de los noventa. Incluso, si el lector posee una memoria superior, podrá recordar a David Ginola o Paul Le Guen vistiendo la camiseta rojiblanca del equipo. Menos retentiva se debería tener para rememorar la temporada 2003-2004 en la que un desconocido Frank Ribery dejaba sus primeros detalles por los estadios del Championnat National -equivalente a la Segunda División B aunque con un solo grupo de 20 equipos-, también en las filas del Brest. Pero claro, una cosa es que en la actualidad alguien conozca la trayectoria futbolística de Ribery y otra muy distinta es ser alguno de esos fieles afortunados a los que deleitaba cada dos semanas en el Francis-Le Blé.
Pues bien, en estos días en los que los equipos pequeños hacen de sus estadios verdaderos fortines, los de Finisterre prefieren jugar lejos de casa. Alejados de la rutina es donde muestran su mejor versión. Sin la presión de agradar al aficionado local se centran en lo que realmente saben hacer: aprovechar sus escasas oportunidades. Sólo Mónaco, Lens y Arles-Avignon, todos ellos situados en las cuatro últimas posiciones de la tabla, han anotado menos goles que ellos, pero es en defensa donde el Brest se convierte en un grande de la máxima categoría del fútbol francés. En diez partidos disputados hasta el momento ningún otro equipo ha concedido menos goles que ellos: cuatro. Hoy el Stade Brestois ha sumado la que es su cuarta victoria fuera de su domicilio habitual ante un Girondins que nada tiene que ver con aquel equipo comandado por Gourcuff y Blanc. Hoy, tras dieciocho años sin fútbol de primera en la ciudad, los aficionados de Brest se acuestan sabiendo que su equipo está situado en la segunda posición de la Ligue 1. Aunque para ello tengan que asumir que los jugadores prefieren competir lejos del Francis-Le Blé.
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